domingo, julio 20, 2008

Tropa de Élite


Vivimos una época en la que esa especie de neoprogresismo conspiranoico se ha hecho un hueco importante en los círculos de opinión y se ataca con vehemencia a ciertas películas cuya temática o presunto fondo ideológico, la mayor parte de las veces inexistente o malinterpretado, no coincide con el de dichos grupos. Nos encontramos con que aquellos que critican a Tropa de élite por su presunto mensaje fascista, que no es tal por varias razones que hay que saber apreciar y que son, para alguien con dos dedos de frente, bastante evidentes, son herederos de esos que en los años 50 consideraron Centauros del desierto la peor película de John Ford por cargar con un mensaje bastante racista y maniqueo, sin saber apreciar si quiera que el protagonista de la cinta es un auténtico desequilibrado, un enfermo obsesionado con la pureza de la raza, cuyo estado mental deslegitima todas sus opiniones. Probablemente, Tropa de élite pertenezca a ese grupo de grandísimas películas que fueron atacadas por una visión poco acorde con los grupos más liberales que, casualmente, atacan lo diferente, y enormes cintas como El Padrino, por el presunto enaltecimiento a la mafia que veían en una tragedia shakespiriana, Harry el sucio o Taxi Driver, por contar con misántropos pretendidamente fascistas por protagonistas que actuaban con su propia ley, más bien tirando por el nihilismo y el individualismo alejado de cualquier fascismo, como ocurría en la obra maestra de Fritz Lang Los Sobornados, temáticamente parecida pero a la que nunca se le cuelga el cartel de fascista, quizás porque hay niños de por medio. Pero José Padilha juega con una destreza sin igual sus armas y, ante la tentación de realizar algo parecido a Ciudad de dios, de la que sí es cierto que toma elementos tanto históricos como narrativos evidentes, no obstante comparten guionista, se aleja de ella y, mientras la impresionante y descarnada cinta del genial Meirelles era un desenfreno sobre la corrupción de los aparentemente inocentes y un crudo retrato de la juventud brasileña en las favelas, mostrada casi como una jungla donde o comes o te comen, en la que, sin embargo, sí había un rescoldo para la esperanza y el futuro de las buenas personas, la película que aquí nos ocupa amplía el abanico y aquí centra el protagonismo en un rudo policía de las fuerzas especiales brasileñas, la BOPE, sus conflictos interiores y su vida familiar y del batallón que este conlleva, alejándolo de los modelos anteriores y acercándolo más, de manera bastante sorprendente, a cintas como Heat o al mejor Scorsese de Uno de los nuestros, pero, a pesar de que se la ha atacado por eso mismo, por dar una visión maniquea, donde hay blancos y negros bien definidos, es este punto el que dota de un carácter bien diferente a la película de la ya citada obra de Meirelles, pues permite al espectador conocer los dos lados y, a diferencia de lo que se piensa, el realizador no justifica ni toma parte por ninguna de las dos mitades de esta historia, todo lo contrario, no establece línea moral alguna, no juzga qué está bien o mal, si no que esa decisión la deja en manos de un espectador que a veces no está preparado para lo que se le muestra, convirtiendo esta brillante cinta en un thriller de una ambigüedad moral a la que pocos están acostumbrados y que escasas veces se lleva a cabo en cine, puesto que, en mayor o menor medida, siempre se posicionan de un lado o de otro, y lo contrario suele causar bastantes comeduras de cabeza y polémicas, como ya sucedió con la portentosa Munich, otra pieza de cine visceral y pesimista que no convenció a aquellos que esperaban un acercamiento tópico al thriller llámese político.

Pero las comparaciones con Munich no cesan aquí, puesto que, como en la obra maestra de Spielberg, Padilha retrata un mundo podrido, corrupto, sucio, en el que el capitán Nascimento, impresionante interpretación de Wagner Moura, no es más que una herramienta más del sistema del que todos forman parte y que parece imposible cambiar debido a la propia condición humana, donde no hay nadie o casi nadie incorruptible, y que, debido a su postura más o menos rebelde dentro de éste, podría decirse que lo legitima como antagonista. Dicho sistema es controlado por aquellos mismos que, tras haber hecho las leyes o jurado defenderlas, las quebrantan con suma facilidad, diabólico y codicioso cáncer en la sombra que maneja los hilos para perpetuar su dominio social basado en el miedo y la amenaza, y en la que los honrados no tienen cabida, y son castigados por ello. Nascimento, como Eric Bana, se propone limpiar el mundo, o al menos una pequeña parte de él, ante la noticia de que va a ser padre, algo que le horroriza, al comprobar cómo es la sociedad a la que va a traer una nueva vida, y si realmente vale la pena. El realizador carga las tintas contra todos los estamentos de la sociedad, contra ese sistema de engranaje perfecto en el que, como si del efecto mariposa se tratase, el porro que se fuma un burguesito con alma de liberal está bañado con la sangre de esos niños de las favelas, que son los que consiguen la droga y los que, a su vez, también la consumen. Pero, dentro de esta maquinaria suiza que es el mundo actual, cuando sale una anomalía hay que exterminarla. Ejemplar es la secuencia que abre la película y que, a modo de flashback, abre toda la historia que ha hecho a los dos coprotagonistas junto a Nascimento, Neto y Matías, ilusos y casi románticos idealistas que buscan la salvación de ese infierno en la tierra que es Río de Janeiro y las numerosas favelas, llegar a ese punto, muestra perfecta de lo que se expone en la cinta, en este mundo no hay ni blancos ni grises, si no que todo es negro, no hay bondad alguna, ni si quiera la que pueda traer un recién nacido. Es este el punto en el que la cinta provoca quebraderos de cabeza a aquellos que catalogan las películas desde una catadura moral bastante estricta, las preocupaciones de Nascimento y su peculiar, porque es bastante peculiar, visión del mundo, cargada de un pesimismo abrumador y asfixiante, aunque bastante real por otra parte. Dentro del complejo retrato del protagonista, Padilha no nos enseña un modelo de conducta, no es un coloso de ética impoluta, ni un superhéroe al servicio de la ley y de la patria que transmita bondad, el director muestra a un absoluto desequilibrado y paranoico que se llega a atacar de los nervios en medio de una misión, y un auténtico seguidor del método de El fin justifica los medios, obsesionado con su trabajo y con la justicia, y que confía, casi única y exclusivamente, en su escuadrón del BOPE, a la que, más o menos, considera su primera familia y una obligación moral en toda regla, haciendo esto tambalear su vida privada, haciendo verdaderamente difícil empatizar con el protagonista, algo que consigue de manera brillante el realizador al resaltar el estado de locura demencial en el que se encuentra el capitán, alguien que desconfía de una psicóloga ajena a la BOPE, pero que, con toda la calma del mundo, pretende sanar a base de tranquilizantes. Nascimento jamás oculta su autoensalzamiento, jamás reniega de su forma de vida casi dogmática, es alguien cegado por su propia leyenda y por su fama de tipo duro, alguien que convive y que alienta la violencia como forma de expresión para combatir la violencia, para enfrentarse a todo aquello para lo que ha sido entrenado y, casi podemos decir, alienado, convertido en una insensible máquina de matar que vive por y para el trabajo, incorruptible al dinero o al poder pero de gatillo fácil y mente altamente inestable, inadaptado socialmente para mantener cualquier tipo de relación humana más allá de dicho cuerpo de élite, haciendo que su voz en off sea casi un monologo faulkneriano de gran recurso narativo. Ahí radica la diferencia, aquí está la razón por la que la película jamás puede ser acusada de fascista, su principal protagonista no está cuerdo, no está en sus cabales, vive en un mundo que podría haber sido inventado por él mismo, o exagerado los atributos y los defectos de todo aquello que le rodea, más o menos como en Centauros del desierto, por lo que su opinión no es, ni más ni menos, que la de un loco, y ya se sabe, ¿Quién es más loco, el loco, o el que sigue al loco?.

Al loco le siguen los dos idealistas ya nombrados, y también pasan a ser alienados y convertidos en una pieza más del sistema. Honrados, no tienen cabida en la policía y a su buen corazón hay que añadir sus ganas de cambiar el mundo, por lo que se ponen en manos del protagonista para que haga de ellos superhombres capaces de matar en nombre de la ley. Neto queda claramente marcado como alguien honesto pero de pocas luces, castigado por la policía por intentar imponer su visión descontaminada a los mandamases del nido de víboras que es la bofia brasileña, pero Matías representa lo que un día fue Nascimento, alguien joven con ideas llamémoslas humanistas y socialistas, democráticas, que confía en poder defender la ley sin necesidad de emplear la violencia pero que, una vez dentro, comprueba que esto es imposible, iniciando así una caída libre, un auténtico descenso a los infiernos sediento de venganza, por lo que, al igual que Nascimento, actuará movido por el odio, convertidos casi en misántropos sin contacto con lo exterior al grupo, dando la sensación de que en la BOPE, por mucho que se hable de honradez y de corazón puro, únicamente pueden estar los moral y mentalmente desequilibrados que anteponen el trabajo a todo lo demás y donde prima, por encima de todo, la lealtad y el respeto a tus compañeros, por lo que las brigadas especiales no salen excesivamente bien paradas, al igual que la policía, a diferencia de la que enseñaba James Gray en la reciente La noche es nuestra, donde sí se daba una visión más romántica de una institución representada de manera arcaica, conservadora y endogámica, pero que, debido a su maniqueísmo y su claridad de ideas, no causó problema alguno. El estilo de la cinta es rabioso, nervioso, frenético, de virtuosismo en determinados momentos, con planos secuencias imposibles y un juego con la cámara brutal, dotando a la obra de un aspecto semidocumental que ya veíamos en Ciudad de dios, y que parece imponerse en este tipo de cine desde que el grandísimo Paul Greengrass realizara Bloody Sunday, cinta con la que Tropa de élite también tiene muchísimo en común, permitiendo al espectador adentrarse en la pesimista realidad que muestra el director, con una última hora de infarto que provoca en el espectador una mala sensación en el cuerpo importante y hace que el visionado sea, en ocasiones, harto difícil. Es en esta parte final, especialmente en el entrenamiento, donde los hombres reciben humillaciones y vejaciones constantes, con un régimen casi espartano, lo que confirma totalmente el intento veraz de la obra, la idea original de ser una película que busca la verdad, y no la objetividad absoluta, más cercano al trabajo de novela de no ficción de Capote que al de cineastas de ideas conservadoras y concepciones violentas del cine como John Milius o Mel Gibson, más puesto que Padilha tiene "su verdad", guste o no, y muere con ella, y, siendo honestos, no anda desencaminado demasiado de cómo es el mundo real, violento y brutal, especialmente ese submundo que son las favelas, pero también los burgueses con conciencia social que, en ocasiones, no es más que pura pose de pijo comprometido, un mundo postizo, de caretas y falsas apariencias, donde es la policía quien comete más crímenes que los propios criminales, extorsionando y recibiendo sobornos, pisándose unos a otros para obtener así más beneficio por menos trabajo, y ocultando pruebas para no tirar por la borda el prestigio injusta y suciamente ganado, alguien que ha llegado a lo más alto para controlarlo todo y no dar cuentas a nadie, siendo, quizás, la parte más importante de ese círculo vicioso que es el tráfico de drogas, dando la falsa sensación de protección a esa clase social que en la cinta origina la trama, los niños de papá y demás gente de dinero con una visión una visión engañada de la vida que se les ha vendido en su mundo maravilloso del pequeño pony, hipócritas que reclaman la ayuda de aquellos a los que, desde su posición de seguridad, han vilipendiado y acusado de maltratadores y asesinos únicamente por su falso compromiso con aquellos a los que ayudan sin que estos realmente se lo hayan pedido, puesto que queda especificada la posición de los matones con respecto a la ONG que desencadena todo, y el director lo deja bien claro, en este mundo no hay ni blancos ni grises, todo es negro desde el punto de vista que lo quieras mirar. El realizador nunca se molesta en justificar ninguna de las torturas, no alaba la táctica del disparar primero y preguntar después, al igual que tampoco justifica la guerrilla de los narcotraficantes y su juego sucio corrompiendo con el dinero sucio a los policías y gente de bien, únicamente busca ser un retrato fiel de un hecho que ocurrió en realidad, para crear una historia turbadora, inquietante, tensa y, lo que es peor, de una credibilidad indudable partiendo desde una base absolutamente imparcial e incómoda, que es lo que realmente provoca temor en la gente y esa sensación de criticar algo que no se ha entendido, no saber hacia qué lado posicionarse.



lunes, julio 14, 2008

Time has told me

Enfrentarte a la figura de Nick Drake y tomarle como uno más de las estrellas de rock con tendencias depresivo-suicidas es quizás el primer gran error que se puede cometer. Obviamente, de músicos suicidas está el cielo lleno, nunca mejor dicho, ahí tenemos al bueno de Kurt Cobain, nombrado recientemente en este santo blog, o algún que otro friki con ideas oscuras de grupos más oscuros aún si cabe. Es gracioso el mito que se genera en torno a ellos, o en torno a los que mueren jóvenes, ya sea ricos o no. Pero, ¿Qué te hace pasar a formar parte de la leyenda? Está claro que Drake ni es ni ha sido James Dean, dista bastante de ser una leyenda ahogada por su propia gloria comercial como el propio Cobain, y no ocupa una galería de la iconografía del siglo XX, dista bastante de tener ese halo misterioso que suelo aborrecer en cualquier estrellita con aires raros, inquietos y ególatras con los que únicamente me repelen, algo que hace que, por ejemplo, Robert Smith o Jim Morrison, me parezcan payasos, en mayor o menor medida del talento de cada uno (ínfimo en el caso del primero, y bastante grande en el caso del segundo).

Nick Drake siempre me ha parecido como el hermano silente de Dylan, heredero del folk y del blues de Roy Harper o Robert Johnson, este último con quien guarda gran semejanza en su forma de ser y en su posterior influencia en la cultura musical. Es un músico de los que a mí me gustan, de esos con la absoluta capacidad de olvidarse de la técnica en la guitarra, signo inequívoco de autodidactismo (¿Se puede escribir esto a esta hora y en este blog?), que es como verdaderamente aprenden los grandes, dejando el peso de la interpretación en los sentimientos apoyados en unas letras que desprenden lirismo por los cuatro costados, y una sobriedad exterior que contrasta con ese infierno interior que llevaba por entrañas y que dejaba escapar a través de sus letras, como la canción que nos ocupa. Y es que, probablemente, Nick Drake sería ese tipo que se sentaba solo en clase, que en el grupo de amigos apenas abría la boca para comunicarse con los demás, si acaso reír muy de vez en cuando de forma algo falsa y cuasi articulada, y probablemente el que no follaría en las fiestas y sería visto como el freak de aquel sitio en el que se moviera. En sus letras no queda reflejado más que lo que fue, algo así como un alma errante en busca de no se sabe qué y que, visto lo visto y la edad con la que se fue a vivir bajo tierra, nunca encontró, aunque dudo que alguien sepa realmente si quizás habría muerto mucho antes si no se hubiera dedicado a componer y a tocar con su guitarra y hubiera acabado con su vida una noche en la que sus padres pensaban que había bajado a la cocina a llevar a cabo la rutina de costumbre: comer cereales. En lugar de tener una cita con los popularmente conocidos como krispies, el bueno de Nick estaba tomando un aperitivo a medianoche conformado por una buena ración de antidepresivos de esos de caballo. Desconozco si los tomó con leche.

Time has told me es mi canción favorita de una especie de Jeff Buckley sin su belleza y su portentosa voz, quizás el resumen de todo aquello que significa la relación entre dos personas, y donde sumerge a aquel que le escucha en una especie de magia simpática, pudiendo hacer creíble todo aquello que oye, y por qué no, haciéndolo real, pues sus letras no son más que transmutaciones de aquello que se llama vida, eso que yo mismo despercidio ahora mismo escribiendo en este blog que más de uno tildará de gafapasta, cuando realmente no lo soy, a pesar de tener dos pares de gafas, y uno de ellos, el suplente, ser de pasta. No hay mucho que decir, explicar la música es quizás el gran cáncer de ésta, aquellos entendidos que escriben en revistas de gran prestigio y escasa calidad no paran de hacer, creando un bucle entre ellos y los lectores de continua retroinfluencia que llega a ser patética, pero oye, tienen un prestigio bien ganado por ser capaces de explicar en una publicación lo que el resto de mortales con dos dedos de frente somos capaces de ver: que este tipo era un genio y que llega al alma más directo que cualquiera que se precie cantautor comprometido, apoyándose únicamente en su poesía y en su guitarra, con una pequeña ayuda de antidepresivos y malas relaciones personales, quizás el gran caldo de cultivo para el mejor arte del siglo XX. ¿Qué habría sido del cine, la música o la literatura sin los atormentados? Que habríamos adelantado la llegada del siglo XXI hace mucho tiempo.